Córdoba

Un día en la vida de una aseadora en un cine porno

Un día en la vida de una aseadora en un cine porno

A las dos de la mañana empieza el día de Elena Muñoz*. A esa hora sale de su casa en el barrio La Milagrosa, al oriente de Medellín, para dirigirse al teatro de cine X Sinfonía en el centro de la ciudad, donde trabaja desde hace más de 20 años en las labores de aseo.

En la capital antioqueña solo quedan en pie dos teatros que reproducen de manera continua cine porno. Se trata del teatro Villanueva y el lugar donde labora Elena, el Sinfonía, que dejó de ser la sede de una emisora para convertirse en un centro de consumación erótica desde los años sesenta.

Elena tiene 65 años. Ahora camina por el lugar dejando un fuerte olor a lejía a su paso con la intención de que quienes lleguen, a partir de las 11 a. m., cuando la sala porno abre sus puertas, tengan una percepción casi aséptica del espacio.

Ella limpia las secreciones y los restos biológicos de los que llegan al teatro, a la oscuridad, a vivir la lujuria de lo profano. El telón de terciopelo vinotinto esconde tras de sí aquellos que rehúyen de su soledad y practican el sexo solitario o se topan con amantes de paso, mientras la pantalla gigante proyecta de forma continua escenas del cine porno, al tiempo que los gemidos se convierten en el sonido ambiente.

En una relación de proporcionalidad inversa, a medida que el tiempo avanza, la asepsia irá disminuyendo. Pero es eso lo que le da trabajo diario a Elena, porque “es un cine porno, claro que hay que limpiarlo todos los días”, expresa.

Elena lleva puesta una bata azul, es de baja estatura y tez clara y, en medio de su descripción, tendría que entrar, como si fuera algo físico, el afán con el que anda. La prisa, la premura con la que se mueve. Es tan ella como sus ojos apagados y el blanco de su corto cabello.

Sale entre las 9:30 y 10 de la mañana del teatro y se dirige de vuelta a su casa, donde la esperan su madre, doña Rosa, de 88 años, un hermano y un sobrino discapacitado. Desde hace ya varios años padece lo que llama “achaques de la edad”, por ello, últimamente, se la pasa entre el Sinfonía, su casa y centros médicos de Medellín. Ella sola, independiente, gris y huraña.

“Ella ha trabajado casi que toda la vida (…) sin importar dónde lo hace, es un trabajo digno y honrado, me parece bien, de eso vive uno”.

Su madre ya ni se acuerda de cuándo empezó a trabajar en el teatro, pero el tiempo para ella no es lo que importa. “Ella ha trabajado casi que toda la vida”, comenta entre respiraciones cortadas. “sin importar dónde lo hace, es un trabajo digno y honrado. Me parece bien (…) de eso vive uno”, añade.

El mediodía, casi siempre, lo recibe en su casa, acompañando a su madre mientras hace quehaceres hogareños. A la una de la tarde regresa al Sinfonía a seguir limpiando.

La historia del teatro

El teatro está ubicado en todo el centro de la calle Sucre, entre Caracas y Maracaibo, una vía congestionada donde el tráfico arrecia.

En el corazón de la ciudad, donde casi todo es transeúnte. Y, como una especie de ironía, el lugar está lleno de ópticas, en un juego de extremos, donde unos ensanchan la mirada al ver las carteleras ubicadas en el hall del Sinfonía; otros, miran de reojo y el resto, en cambio, voltean la cabeza para no observar.

Sinfonía ha campeado en medio de las vicisitudes de la industria. De acuerdo con Ramón Pineda, periodista y magíster en Estudios Socioespaciales, tuvo su auge “durante buena parte de la década de los setenta, todos los ochenta y hasta finales de los noventa”.

“Uno a uno fueron cerrando porque se fueron quedando solos y no solo por la incursión de internet, sino también porque estas salas se vieron afectadas por las transformaciones del centro de Medellín”.

En épocas donde no eran dos, sino siete: al Sinfonía y al Villanueva los acompañaban el Bolivia, el Metrocine, el Alameda, el Capitol y el Radiocity. Sin embargo, uno a uno fueron cerrando, porque, de acuerdo con Pineda, se fueron quedando solos y no solo por la incursión de internet, sino también porque estas salas se vieron afectadas por las transformaciones del centro de Medellín.

Aseadora de cine porno

La Sala X Sinfonía está ubicada en el centro de Medellín, en la calle Sucre, entre Caracas y Maracaibo.

Foto:  Jaiver Nieto

Según Pineda, hace unos años, a los teatros porno paisas los sellaron por sanidad, excepto el Sinfonía “el que ha sido el más elegantico de todos” expresa, en tiempos donde todavía funcionaban cinco.

Al final, para su reapertura, los obligaron a poner jabón líquido en los baños de los hombres, porque, aunque suene absurdo y simple, no tenían. Pero el Sinfonía, a pesar de todo el movimiento sexual, durante esa época de cierres por sanidad, no fue clausurado, porque, en medio de todo, es un lugar aseado.

La última limpieza 

Por la tarde, Elena no limpia más de tres veces los baños, que son los lugares de más tránsito en la Sala. Precisamente, es allí donde más se concentra la acción sexual: las penetraciones, sobretodo en el baño de los hombres.

La última vez que los limpia es sobre las 4 o 4:30 p. m., media hora antes de volver a su casa. En ese momento, llega a los baños para imponerse, investida de autoridad, y sacar a cualquier persona que permanezca en ellos. Seria, con el ceño fruncido y con un trato tosco, los conmina a abandonar el lugar.

Su mirada habla por ella, no lo hacen sus palabras porque a veces ni pronuncia, es reservada, sigilosa y perspicaz, pero sí que mira, y lo hace, como popularmente se dice, feo, un poco juzgando, un poco enojada.

“Su mirada habla por ella, no lo hacen sus palabras porque a veces ni pronuncia, pero sí que mira, y lo hace, como popularmente se dice, feo, un poco juzgando, un poco enojada”.

Se puede aducir este hecho a su carácter o a que no le gusta y simplemente está allí porque le toca, pero no lo dice. Al final, es algo que ha hecho casi todos los días durante las últimas dos décadas. En los baños debe recoger condones del suelo y hacer una limpieza intensiva a las paredes, porque, es normal que la gente eyacule y lo haga donde caiga.

En el teatro, en las 475 sillas del recinto, más que semen, lo que Elena limpia son papeles higiénicos con secreciones y basura, entre vasos de tinto y botellas de cerveza. Cientos de papeles y cientos de desechos que dejan los espectadores en la sala, que los sábados pueden llegar a ser 200. En aquel lugar para fanáticos del desatino, donde deciden disfrutar, sin reparos, de su sexualidad.

Apenas limpia el último baño, Elena sale devuelta para su casa y ahí termina su rutina diaria. Al lado de su madre, a quien ha cuidado desde que tiene memoria. Las dos un poco enfermas y cansadas, pero, al mismo tiempo, agradecidas con la vida “y por la oportunidad de trabajar”.

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